En el año 1989,
derribado el Muro de Berlín por una multitud hastiada del “socialismo real”,
los planes quinquenales, el hambre, la miseria consabida, el racionamiento y la
disciplina carcelaria, comenzaba una nueva era para el mundo. El viejo comunismo,
utopía totémica para los progres de salón y la izquierda
totalitaria de medio mundo, pasaba a los libros de historia. Una nueva era
comenzaba, se enterraban los viejos dogmas y el triunfo de la democracia
liberal se asentaba sobre bases firmes y rotundas: la ira popular contra el
viejo (y caduco) socialismo y el colapso del sistema. Los antiguos comunistas,
pensábamos ingenuamente entonces, cambiarían.
Pero estábamos
equivocados y, en lugar de surgir una revitalización ideológica por parte de
los viejos dinosaurios de izquierda, se generó, como de la nada, la ideología
bolivariana. Asistimos, perplejos, al regreso de los sandinistas y vimos,
atónitos, como los antiguos terroristas se reconvertían en demócratas de toda
la vida. Y, en definitiva, un sinfín de personajes y grupos sacados de un
aquelarre castrocomunista aceptaban las reglas de juego democrático, como
Hitler, para intentar llegar al poder a través de las urnas. La Habana asentía,
pues sabía que la estrategia daría resultados y había que remozar la vieja nave
estalinista. El horno ya no estaba para bollos. Pero el asunto no se quedó en
mera retórica, nada de eso, sino que derivó en una estrategia izquierdista bien
pergeñada y con unos objetivos bien claros; se trataba, en el caso de América
Latina, del Foro de Sao Paulo.
El Foro de Sao Paulo
nació como una suerte de corriente revolucionaria de la izquierda
latinoamericana liderada por el Partido de los Trabajadores de Brasil, en 1990,
y cuyo máximo líder era el más tarde presidente Luiz Ignácio Lula da Silva.
Sintomáticamente, y no por casualidad, el Foro se constituía un año después de
la caída del Muro de Berlín y constatado el fracaso del “socialismo real”,
tanto en la extinta Unión Soviética como en la Europa del Este, enarbolando la
bandera de la lucha contra el neoliberalismo, la solidaridad con la
isla-prisión de Cuba y un discurso claramente “antiimperialista”, es decir,
antinorteamericano.
Luego, al calor de
las transiciones a la democracia en América Latina y la consolidación de este
sistema político en todo el continente, la izquierda pasó a la acción, se
adaptó a los nuevos tiempos, abandonó la violencia y abrazó la democracia
burguesa -como hicieron los nazis en los tiempos de la República de Weimar-
para allanar el camino para llegar al poder. La estrategia, bien aderezada con
buenas dosis de marketing político y aprovechando la parálisis socialdemócrata
y la franca decadencia de los partidos comunistas, tuvo éxito muy pronto.