Emilio Álvarez Icaza
Secretario Ejecutivo
Comisión
Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)
Remito en expte: P-1399-2006 la publicación del día de la fecha del periódico más prestigioso de la República Argentina en la que se denuncian los hechos por mí reclamados ante esa CIDH, verificando la justicia de mi petición.
Saludo a usted muy respetuosamente.
Eduardo Ramos
Campagnolo
Lunes 03 de marzo de
2014 | Publicado en edición impresa
Editorial I
JUICIOS
TEÑIDOS DE GRAVES SOSPECHAS
Es necesario que en
las causas judiciales vinculadas con la trágica década del 70 prive la
objetividad de los jueces por encima del odio y el afán de venganza
En
una nota publicada recientemente en LA NACIÓN, el historiador Luis Alberto Romero se hace eco de una
grave preocupación que crece cada vez más. Una que, en su momento, exteriorizó
también el constitucionalista Ricardo
Gil Lavedra cuando nos advirtió con relación a la posibilidad de que, respecto
de los juicios vinculados a delitos de lesa humanidad, no se hubieran respetado
principios esenciales del debido proceso legal, como el de la exigencia de
prueba fehaciente o el del beneficio de la duda y la presunción de inocencia.
Se trataría de un hecho gravísimo que, además, debería en algún momento generar
las responsabilidades consiguientes.
A todo eso se suma la
designación arbitraria de jueces y fiscales en esas delicadas causas, al igual
que la existencia de denuncias de manipulación de pruebas testimoniales y de
otra naturaleza. No menos grave resulta la realmente escandalosa actuación de
fiscales carentes de independencia e imparcialidad, en tanto que habrían
actuado previamente como abogados de querellantes en las mismas causas en las
que luego ellos mismos intervienen como fiscales, lo que es ciertamente
inaceptable.
Luis
Alberto Romero ha sostenido por ello, con mucha
razón, que una condena judicial es legítima tan sólo cuando realmente existen y
se han aportado pruebas que deban tenerse por fehacientes, más allá de toda
duda razonable. Pareciera obvio, pero hace falta aclararlo, porque no siempre
se actúa con ello en vista. De lo que se deriva que la eventual impunidad de
algunos cuya culpa no pudo ser probada es en rigor un precio a pagar para
sostener los principios esenciales sobre los que, en una democracia, se edifica
siempre la administración de justicia.
Es necesario señalar
que sí, de pronto, existieran manipulaciones o maniobras irregulares en la
sustanciación de las pruebas en ese tipo de causas, la responsabilidad de
quienes las llevasen a cabo particularmente si ellos fueran o hubieran sido
funcionarios del Estado sería inmensa, toda vez que habrían traicionado a la
justicia, reemplazándola por la sed de revancha o venganza, lo que conformaría
toda una enormidad, de ser efectivamente comprobado.
Una reciente
sentencia del juez federal de La Plata Alberto
Recondo, que contiene una seria advertencia que va en la misma línea de la
formulada por los autores antes aludidos, merece ser destacada. Hablamos de un
juez que ha sido designado por el actual gobierno en 2012, que actuó como
magistrado subrogante en una causa que se tramita ante el Juzgado N° 1,
Secretaría N° 3, atento a que el titular del respectivo tribunal estaba de
licencia, vinculada con el ex ministro de Gobierno de la provincia de Buenos
Aires entre 1976 y 1979, Jaime L. Smart.
Cabe recordar que hay
numerosos casos no éste en particular en los que la recurrencia constante a la
utilización de jueces subrogantes parecería haberse transformado es una
práctica extendida, a la que obviamente debiera ponerse coto. Particularmente,
en aquellos supuestos en los que el procedimiento legal para designar a los
jueces definitivos se ha llevado a cabo y completarlo depende tan sólo del Poder
Ejecutivo mediante el dictado del consiguiente decreto, puesto que entonces la
designación de subrogantes podría, en verdad, esconder motivos realmente
subalternos e inaceptables, por lejanos y ajenos a la administración de
justicia.
Para el citado juez Recondo "si cuando nos movemos por el resbaladizo terreno que constituyen
los delitos de lesa humanidad no nos aseguramos de que no nuble nuestro juicio
el horror que ellos inspiraran... o la preocupación de cómo se juzguen en los
diarios de mañana, creo que corremos el riesgo de deslizarnos hacia un derecho
penal que deje de lado sus principios cada vez que nos enfrentemos a una
situación similar". Esa rigurosa frase pertenece a una meditada
decisión del referido juez en la que dispuso liberar, por falta de mérito, a Jaime L. Smart, por entender
simplemente que no había pruebas suficientes para incriminarlo como partícipe
responsable de los delitos de los que era acusado en la causa referida. De lo
contrario, entendió el magistrado, se violaría el principio de legalidad.
Sobre los delitos de
la trágica década del 70, el juez Recondo
nos recuerda que, frente a ellos, lo que se necesita es hacer justicia, por
oposición a moverse en función de la venganza. Dicho de otra manera,
objetividad y seriedad en el actuar y no mero afán persecutorio.
Debe añadirse a todo
ello una preocupación creciente en este mismo capítulo de la actividad
judicial: la que guarda relación con el abuso arbitrario del instituto de la
prisión preventiva, así como con la negativa sistemática a permitir el recurso
a la prisión domiciliaria para procesados que ya son evidentemente ancianos o
están enfermos. Actitudes que, como sociedad y por todo lo que ellas implican,
no podemos consentir.
La advertencia que
contienen las opiniones antes mencionadas, así como la decisión comentada del
juez Recondo, apuntan por cierto a
que parecería haber llegado la hora de asumir la necesidad de revisar y
eventualmente corregir algunas conductas procesales que realmente lucen
injustificables y hasta aberrantes. Es menester, en cambio, aferrarnos al
respeto por la ley y la verdad. Por nuestra propia dignidad y de cara al juicio
de la historia.
NOTA:
Las imágenes y negritas no corresponden a la nota original.
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