domingo, 15 de marzo de 2015

“NISMAN NO SE SUICIDÓ, LO MATARON”

Por Rogelio Alaniz[1]

Nunca una denuncia fue tan oportuna y precisa. El gobierno empezaba a festejar su victoria política, cuando la jueza Sandra Arroyo Salgado le arruinó la fiesta. No sé si lo hizo por amor o por espanto, pero lo hizo. Seis palabras alcanzaron para derribar el castillo de injurias e infamias construido por el kirchnerismo contra el fiscal que se atrevió a probar que el atentado contra la Amia fue perpetrado por la teocracia terrorista de Irán.


“Nisman no se suicidó, lo mataron”. Lo dijo su ex esposa, la madre de sus hijas, pero también lo dijo una jueza que con sus actos intentó defender el honor del padre de sus hijas y, de alguna manera, el honor de todos los argentinos. Al momento de decidirse a hablar, la impunidad del crimen ya estaba prácticamente garantizada. No sé si Rafecas fue o no cómplice, pero su fallo fue interpretado por el gobierno como un rechazo a la presentación de Nisman y un aval a la teoría del suicidio. Dicho con otras palabras: después de Rafecas, ya no era necesario investigar las tenebrosidades del Memorando y la muerte de Nisman.

Como para que no quedaran dudas al respecto, en la semana lanzó una ofensiva contra la memoria del muerto, ofensiva de una ruindad pocas veces vista en la política argentina y que, más que poner en evidencia los supuestos defectos del fiscal, dejó a la vista la calaña moral de sus enemigos. Según esta miserable letanía, Nisman no sólo era maricón y tonto, sino además borracho, mujeriego y algo chiflado. Repito: no estoy en condiciones de opinar sobre el fallo de Rafecas, pero sin ese fallo la Señora no se hubiera animado a ladrar como lo hizo en la jornada del domingo, ante una multitud que en buena parte llegó arreada con los cebos de los contratos clientelares, los planes sociales, el choripán, el transporte gratuito y, en los más desamparados, la ilusión de conocer sin costo alguno la ciudad de Buenos Aires. A esa mascarada, a esa desvergonzada manipulación de la pobre gente, el populismo la llama fiesta popular.


Sandra Arroyo Salgado se les cruzó en el camino y se terminó la jarana. ¿Quién mató a Nisman? Es la pregunta que se niegan a responder. Si su presentación judicial era tan endeble, si sus argumentos eran tan frágiles, si en definitiva Nisman era un pobre tipo, ¿por qué lo mataron?

El acierto de Arroyo Salgado, la decisión gracias a la cual la impunidad no sentó sus reales, fue haber dicho las cosas por su nombre y haberlas dicho con el respaldo de su autoridad como madre y profesional, pero también mediante el respeto de los preceptos legales y las exigencias científicas. En definitiva, las palabras de Arroyo Salgado fueron trascendentes porque en una realidad viciada por la desvergüenza y la infamia, esas palabras instalaban los fueros de la sobriedad y la decencia en la busca de la verdad.


Ignoro cómo seguirán los acontecimientos de aquí en adelante. El gobierno, entre tanto, se comporta como culpable y cada vez parece identificarse más con ese rol. Sólo así se explica la saga de obscenidades e injurias lanzadas contra la memoria del hombre muerto. No sé quiénes mataron a Nisman, pero presumo que no fueron sus amigos los que hicieron esa faena, como pretende hacernos creer la Señora. Por el contrario, como supone con estricto sentido común la gente sensata, fueron sus enemigos. ¿Y quiénes son esos enemigos? La teocracia terrorista de Irán denunciada como autora intelectual y material del atentado contra la Amia. ¿Es así? Claro que es así. Y al respecto importa ser claros de una buena vez: sobre la Amia no hay nada más que investigar, porque la investigación está hecha y los nombres de los culpables son conocidos. Lo que hay que hacer es meterlos presos y nada más, rehuyendo las maniobras confusionistas de quienes  invocan la supuesta pista siria o la conexión local.

También en esto hay que ser claros: en 1994, las pistas siria e iraní eran la misma cosa. Y respecto de la conexión local, está claro que fue el Estado nacional y no el comisario Ribelli o algún fascista despistado. La conexión local, para ser más preciso, fue necesaria para garantizar la impunidad del crimen. Así funcionó con Menem y así funcionó luego con los Kirchner. En ambos casos, Menem y Kirchner, se preocuparon al principio en dar con los culpables y dieron instrucciones en esa dirección, pero también en ambos casos, hubo un momento en que les susurraron al oído que, por diferentes motivos, no convenía seguir investigando a Irán. Guido Di Tella y Cavallo hicieron ese trabajo con Menem; y De Vido y Timerman cumplieron la misma labor con la Señora.



Con Menem, el negocio salió redondo. Telleldín aceptó la coima, Galeano se prestó a jugar el juego sucio y los terroristas iraníes desaparecieron de la lista de sospechosos. Cuando llegó Kirchner al poder, se propuso poner las cosas en su lugar. Se cayó la fantochada montada por Galeano y Anzorreguy, y Nisman quedó al frente de la investigación, con luz verde para ir a fondo.

Todo funcionó de maravillas hasta el momento en que el gobierno nacional decidió cambiar de estrategia. ¿Los convenció Chávez, los asustaron los sicarios de Hezbolá, decidieron que el lugar de la Argentina estaba al lado de Putin y los ayatolás? Todo es posible, pero lo cierto es que había llegado la hora de hacerse amigo de Irán. Y el gobierno dispone de recursos para hacerlo. Como dicen los leguleyos oficiales, nadie le puede impedir a un gobierno legítimo redefinir su política exterior. Si en el camino se encubre un crimen de lesa humanidad, mala suerte. El consenso acerca de que esos delitos nunca se pueden probar es muy alto, y distinguir entre encubrimiento y tentativa de encubrimiento es una sutileza que al poder le resbala.


El problema es que Nisman decidió no acatar las nuevas instrucciones. Después de más de diez años de trabajo, después de dedicar a la investigación de la Amia las mejores horas de su vida, el hombre no estaba dispuesto a tirar todo por la borda, simplemente porque a los espadachines de la causa nacional y popular se les había ocurrido arreglar con Irán.

Conclusión: Nisman molestaba, y mucho. Había que matarlo, y eso fue lo que se hizo. El operativo se preparó minuciosamente. No fue el producto de una inspiración momentánea, sino la consecuencia de un plan deliberado que aseguró una zona libre en Puerto Madero y la consumación de un crimen que -como ya se hizo en otras ocasiones- debía presentarse como suicidio.

Mohsen Rabbani, acusado por el atentado a la AMIA

¿Los iraníes actuaron solos? No lo sé. ¿Contaron con algún apoyo interno? Seguramente, porque estos operativos no se hacen sin complicidad local. Pero lo seguro es que a Nisman lo mataron por lo que sabía y por lo que había hecho. El hombre no fue un santo, y para lo que había que hacer tampoco necesitaba serlo. Fue simplemente un hombre que en un mundo imperfecto se propuso hacer su trabajo de la mejor manera.

¿Intentó volar demasiado alto? Es probable. Tal vez como Ícaro -el personaje de la mitología que se propuso acercase al sol y terminó con sus alas derretidas por el calor-, Nisman se acercó demasiado a esa zona del poder donde no hay nombres ni rostros, pero sí resultados y consecuencias. ¿Debería haberse quedado callado y obedecido las órdenes de los que le decían que se olvidara de todo lo que había investigado? Si lo hubiera hecho seguramente estaría vivo; indigno, pero vivo. Optó por ser leal con su conciencia. Supuso que sus enemigos no se iban a animar a matarlo o que el gobierno nacional lo protegería. Se equivocó en toda la línea y pagó con su vida el error de cálculo.


Ahora, el desafío para todos es decidir si el crimen queda o no impune. La denuncia de Arroyo Salgado fue crucial a la hora de impedir que todo se archive. Corresponde a continuación saber los nombres y apellidos de los autores del magnicidio institucional.

En situaciones normales, el gobierno nacional debería colaborar en la investigación, pero ya sabemos que, por un motivo u otro, en este tema el gobierno ha decidido colocarse en la vereda de enfrente. No sé si la verdad alguna vez saldrá a la luz, pero si así no ocurriera, a la hora del balance histórico, el fantasma de Nisman, su sangre derramada, acompañará a la gestión K como una pesadilla, como una muda pero elocuente imputación.


NOTA: Las imágenes y destacados no corresponden a la nota original.





[1] Rogelio Alaniz nació en Maciá (Entre Ríos) en 1950, pero ha vivido toda su vida en Santa Fe. Es profesor de historia, periodista y escritor. Se ha desempeñado como editorialista del diario El Litoral y docente de la UNL. Desde hace quince años, conduce el programa Hoy y mañana de LT10, radio UNL. Ha publicado las siguientes obras: La década menemista, Aquellos fueron los días, Sabor a Colmena, Hombres y mujeres en tiempos de revolución, Hombres y mujeres en tiempo de orden y Hombres y mujeres en tiempos de progreso.

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