jueves, 19 de marzo de 2015

PRESENTACIÓN DE EL DIÁLOGO


Por Jorge Sigal

Poco antes del 24 de marzo de 1976, Fernando, hijo de un almirante que ocupaba un alto cargo en la jerarquía militar, se acercó y me dijo:

- Jorge van a pasar cosas muy graves.

Los dos sabíamos de qué se trataba.


Por entonces yo era un dirigente de la Federación Juvenil Comunista y Fernando un compañero de la facultad con el que discutíamos de filosofía, religión y de otras cosas que nos separaban.

No teníamos nada que ver el uno con el otro.

Él era católico de confesión semanal, los jueves un sacerdote almorzaba con toda la familia reunida en su casa de Belgrano. Yo era un militante full time, rentado por su organización para cumplir “tareas revolucionarias”, judío, hijo de padres comunistas, sobrino de tíos comunistas, hermano de hermanos comunistas. Todos mis amigos, salvo él, pensaban como yo.

Sin embargo, Fernando y yo, sentíamos curiosidad el uno el otro. Y manteníamos esa extraña amistad “entre diferentes”. Hablábamos sin la pretensión de convencernos. Supongo que nos pasaba algo parecido -nunca lo hablé con él-: sentíamos cierta “curiosidad antropológica” por el otro.

En esos tiempos de divisiones tajantes, aquello funcionaba como un  pacto implícito de caballeros.

Esa mañana, la última vez que nos vimos antes del golpe, Fernando agregó:

-      Jorge cuando eso grave ocurra, vos no tenés por qué preocuparte, solo tenés que venirte a vivir a mi casa.

El 23 de marzo de 1976 yo me mudé a la casa clandestina que me había asignado mi organización.

Y lo grave comenzó a transcurrir.

Fenando y yo dejamos de vernos.

Ya saben, no voy a entrar en detalles.

La violencia demencial, los muertos, las bombas nos pusieron entre paréntesis.


Me acordé mucho de este insignificante episodio cuando vi El Diálogo, y luego cuando leí el libro de Graciela y Héctor.

¿Pueden tolerarse los que piensan distinto? ¿Pueden entenderse los diferentes, los que están en veredas distintas? ¿Puede uno ceder ante la razón del otro?

En aquellos años pensábamos que eso era imposible. Entonces, la idea de la eliminación flotaba en el aire. Ellos y nosotros. Amigos-enemigos. Patria o muerte. No era locura lo nuestro, era una forma de entender la vida. Eso tenía, según donde se enrolara cada uno, distintas, explicaciones. Pero todas conducían hacia la unicidad.

A Graciela Fernández Meijide la conocí cuando era dirigente de la APDH. A Leis sólo a través de su pensamiento, cuando leí Un testamento de los años 70.


Tengo por esta señora sentada a mi izquierda un respeto casi reverencial.

Pero quiero que se entienda bien lo que digo. No solo admiro su valentía por haber aguantado lo inaguantable, la peor de las pruebas a las que se puede someter a un ser humano: que le arrancaran un hijo de entre sus brazos. Admiro sobre todo su capacidad de reflexión. Más que eso: me desborda su inteligencia para sobreponerse del pensamiento individual y pensar en que el otro que existe.

Graciela, dice en el diálogo con Leis, que no puede perdonar a los asesinos de su hijo porque ella no es la víctima. La víctima es su hijo. Y ella no puede tomarse una atribución que no le corresponde.

Es un concepto enorme.

Graciela habla por ella, pero no sustituye la voluntad de su hijo Pablo. Y actúa por su propias convicciones, sin siquiera idealizar a su propio hijo, al que ama sin juzgar.

Así actuó en estos interminables años desde que una patota entró en su casa para terminar con una vida y convertirla en otra.

Graciela Fernández Meijide hizo de su drama personal un camino para encontrase con otros. Se largó a la calle a por otros. Primero, en ese lugar esencialmente político (con mayúsculas) que era la APDH. Luego, se volcó a la política partidaria. Vivió batallas épicas. Y sufrió la frustración. Una y mil veces. Y se puso de pie nuevamente.

Esa es su inteligencia. Porque Graciela podría haberse quedado en el rencor. Estaba en su derecho. Pero prefirió buscar respuestas, entender. E intentar cambiar las cosas.

Para comprender tuvo que hacer un ejercicio que muy pocos hacen: ver al otro.

Hace un par de años descubrí un pequeño libro. Se titula “Contra el fanatismo”. Su autor es el escritor israelí Amos Oz.

Es un texto pequeño y sencillo, pero de una enorme sabiduría. Precisamente, Oz  -que conoció el fanatismo en su juventud durante los enfrentamientos con Palestina- dice que, para superar esa condición, lo fundamental es reconocer al otro. Aceptar al otro, tal y como es. Porque, explica, el fanatismo consiste precisamente, en el deseo de obligar a los demás a cambiar. Nace “al adoptar una actitud de superioridad moral que impide llegar a un acuerdo”.

Graciela Fernández Meijide comprendió esto. Tan simple. Tan complejo.


El diálogo la puso en contacto con alguien que bien podría haber sido destinatario de su rencor. Héctor Leis fue un dirigente de la guerrilla. Podría haber sido, por tanto, uno de sus fantasmas, “uno de aquellos hombres que llevaron a chicos y chicas muy jóvenes por el camino de la guerra santa”.

Pero quiso la vida, para nuestra suerte, que estos dos seres extraordinarios (en el sentido de poco habituales), se encontraran en un momento en que ambos, por distintas razones, adquirieron la madurez necesaria para anteponer su inteligencia a las pasiones mezquinas.

Leis dice, en sus extensas conversaciones con Graciela,  que él no se arrepiente de lo que hizo. Es un concepto que se inspira en Baruj Spinoza. El arrepentimiento es un sentimiento inútil, dice el filósofo, porque no se puede volver las cosas para atrás. Lo que está hecho no tiene retorno. Entonces, el ex montonero -que no puede contener sus lágrimas mientras recuerda a un adolescente que muere durante un ataque inútil- explica que lo que queda es la posibilidad de reparar algo de lo hecho: pedir perdón. Pide perdón, no en un sentido religioso, sino en un sentido profundamente racional: quiere que no se repita la historia, mirar para atrás para reparar hacia delante.

Entonces, trabajó, él también, hasta su último aliento, para que nunca más el fanatismo nuble la vista de los hombres y mujeres de su país. Quiere Leis, y lo dice hasta convertir sus palabras en un azote difícil de soportar, que los sobrevivientes de aquella tragedia se sienten a buscar la verdad. Toda la verdad.

El diálogo es eso, un enorme intento para construir una verdad sin maniqueísmos.

La historia puede cerrase de muchas maneras. También construyendo una mentira.

Por ejemplo, en los últimos años, de alguna manera se ha construido una verdad. Con demonios de un lado y santos del otro. Y quizá haya mucha gente conforme con ese relato. Porque la verdad a medias, o la mentira a medias, también pueden tranquilizar conciencias.

Pero el autoengaño es una forma de la desnudez: tapa pero no cubre. Tarde o temprano, nos pone nuevamente en las puertas del fanatismo. Y el fanatismo conduce directamente a la eliminación del otro. Eso no significa necesariamente el exterminio físico. También se elimina al otro cuando no se lo escucha o se lo ignora. También se desaparece al otro cuando se niega su existencia.

El diálogo es una propuesta que marcha a contra pelo del sentido común. Socava los cimientos imaginarios que el fanatismo construye como protección de verdades únicas. El diálogo destruye los templos de la omnipotencia.

Me acordé mucho, cuando leí el libro de Graciela y Héctor, de mi amigo Fernando. Aquel muchacho que, pensando tan distinto, un día me ofreció la casa de un almirante como refugio.

Gracias, querida amiga. Gracias, Héctor. Gracias Pablo Avelluto. El diálogo es una buena idea.

Publicado el 11/03/2015.


NOTA: Las imágenes y destacados no corresponden a la nota original.

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